Durante la segunda etapa de la edad adulta, entre los 40 y los 60 años, los procesos biofisiológicos de envejecimiento comienzan a hacerse más patentes, llevando a menudo a las personas a reevaluar y redefinir su imagen corporal sexuada, no sólo en lo concerniente a su aspecto sino también a lo referido a sus posibilidades. En lo que se refiere a la esfera psicosocial, en esta segunda etapa de la vida adulta la toma de conciencia de la temporalidad de la vida, favorece el que la mayor parte de las personas comiencen a hacer un balance de sus vidas y a reevaluarlas en función de las metas y logros alcanzados, tanto desde el punto de vista familiar como profesional y social. Sin duda, las diferentes formas de vivir y afrontar los cambios corporales así como los diferentes resultados del balance de experiencias vitales y las readaptaciones que cada persona haya de realizar a partir de ellos, introducirán importantes variaciones en la forma de vivir la sexualidad de este período.
De este modo, según Fuertes, A. y López, F. (1994), “las intervenciones encaminadas a promover el desarrollo sexual como a prevenir la aparición de posibles problemas sexuales a lo largo de la segunda etapa de la vida adulta van encaminadas a incrementar el control que las personas puedan tener sobre factores determinantes de la salud sexual”. Tras la menopausia la vida sexual continúa pero es distinta, cambian las necesidades, las respuestas fisiológicas, etc. y para ello la mujer necesita aprender de nuevo a vivir de otra forma su sexualidad, lo que requiere un nuevo marco de actuación capaz de readaptarse a los cambios físicos y psicológicos, y comenzar a descubrir las nuevas posibilidades. Se precisa una respuesta profesional a las demandas de las usuarias, volviendo a estimular el deseo sexual y favoreciendo el desarrollo normalizado de las relaciones sexuales.